Capítulo XII


















Llegó la número doce llegó, y no puedo empezar de otra manera que no sea contando cómo me fue en mi último día libre. Fue un día bárbaro, anduve por lugares increíbles, pero además es un día que empezó y terminó de maneras muuuy peculiares. Largamente pensé, medité, le di vueltas al asunto de contar cómo empezó. Sé que una persona "normal" (aunque todos sepamos que visto de cerca nadie es normal) no lo contaría, pero por un lado fue una fatalidad, algo que le puede pasar a cualquiera (espero sinceramente que nunca les pase) y por otro es algo que adorna la diversidad de un día tan especial como lo fue el pasado jueves 17 de diciembre, y una saga tan disparatada como lo es "Hernán en Tokyo". Simplemente no podía quedar afuera. Así que si hay alguna persona impresionable leyendo estas palabras, quizás sería mejor que deje de leer ahora mismo.
El día empezó con que, por primera (y espero que única) vez en mi vida, casi me cago encima. Y terminó con un terremoto.
La cosa empezó dos días antes, el martes. De golpe me pintó subir al monte Fuji, el pico más alto de Japón (que en realidad es un volcán) de 3776 metros. Es un volcán muy particular porque tiene la categoría de señor, Fuji-san le dicen. Y además porque no está extinto sino apenas inactivo, entra en erupción cada 300 años. ¿Y la última erupción cuándo habrá sido? En 1707... Así que estaba la posibilidad de pegarme una ducha de lava ¡jaja!
Bueno, me pintó subir nomás, y empecé a averiguar. Acá los japos dicen que un hombre sabio sube el Fuji-san una vez en su vida, un hombre tonto dos. Yo pretendía entrar en la primera categoría. Grande fue mi desilusión al constatar que solamente durante los dos meses más calurosos del año se puede subir, ya que ahora está lleno de nieve y allá arriba hacen temperaturas de hasta -40 grados...
"Bué, ya fue, por lo menos vamo a darle una vueltita", pensé.
Entonces me puse a averiguar por internet a qué lugares podía ir desde los cuales poder apreciar buenas vistas del susodicho señor. Así me enteré de que en una de sus laderas hay una cadena de 5 lagos formados por una de sus poderosas erupciones. La cosa sonaba interesante, pero descubrí algo más. Junto a uno de estos lagos hay un bosque muy especial llamado Aokigahara (mar de árboles). Decía ser un bosque muy grande y espeso formado en un terreno con muchas cuevas de origen volcánico, eso sumado a las altas concentraciones de ferrita en su suelo que provoca que las brújulas no funcionen dentro del área del mismo, hace que mucha gente se pierda en sus entrañas. Pero hay más. Es uno de los lugares favoritos de los ponjas para ir a suicidarse (este país tiene la tasa de suicidios más alta del mundo). Encuentran unos 70 cuerpos por año (más de uno por semana). A los ponjas a los que les pregunté por ese bosque abrieron bien grandes los ojos. Entonces, conociéndome, adivinen adónde fui...
Miré el pronóstico y la amenaza de lluvias para el día siguiente me llevó a negociar el miércoles por el jueves. Buen negocio. Esa noche, en la milonga, conocí a una española muy buena onda, y conversando me dijo que quería conocer el Fuji. Así que la invité (sin decirle nada del bosque, obvio). Quedamos en encontrarnos en una estación central 8.30 AM del jueves.
¡Gracias al cielo que llegó tarde! Yo me levanté re-temprano con mucha sed, entonces antes de bañarme encontré en la heladera un tetra de jugo de manzana que alguien habría comprado y me mandé dos vasos de fondo blanco. Saliendo de la ducha pelé dos mandarinas, una banana, y me lastré 5 panqueques con manteca de maní, dulce de leche y nueces (hechos por mí, ojo al piojo). Ya en el camino a la estación, la fría mañana invernal con su sol incipiente se veía interrumpida por ciertos anuncios de chaparrones debajo de mi ombligo. "Quizás en la estación tenga que ir al baño", pensé. Tomé el tren sin problemas, cuatro estaciones hasta una central donde me iba a encontrar con mi improvisada compañera de viaje. Llegué 10 minutos antes y me puse a esperar en el andén. Salía uno expreso 8.35, así que si agarrábamos ese joya, ya que iba derecho y rápido, una hora y media nada más hasta la estación donde teníamos que combinar con otro tren local y después bondi. ¡Menos mal que no lo agarramos! ¡Uy dió! A eso de las 8.40, de pronto y sin aviso, agresivamente, unos retorcijones que ni te cuento. Encaré para las escaleras con paso rápido y cortito. A mitad de un escalón lo inevitable me rozó la desesperación. Centré todas las fuerzas de que era capaz en un solo músculo de mi cuerpo y lo tensé al máximo, como un pesista levantando 200 kg. Apenas aflojó un poco el tornado interior y pude seguir mi desenfrenado camino en busca del baño salvador. Por los pasillos subterráneos iba más rápido que los ponjas. (Obligado paréntesis para explicar algo que siempre me dio vueltas por el mate. ¿Porqué cuernos será que la gente en Buenos Aires, Tokyo o la Conchinchina al llegar al subte se apura? Y no es porque estén apurados, si estuvieran apurados se apurarían desde la puerta de su casa hasta el umbral de su destino. No termino de entender porqué al pisar el primer escalón de ingreso al subte, la gente (incluyéndome muchas veces) empieza a correr. ¿No es el subte el medio de transporte público más rápido, que viajando bajo tierra libre de tráfico nos lleva velozmente a nuestro destino? ¿No viene uno atrás del otro, con intervalos de apenas algunos minutos? ¿Entonces porqué ese apuro por no perderlo como si fuéramos a perder un avión? En todo caso habría que apurarse por la calle y al llegar al subte relajarse, donde un viaje rápido a destino está asegurado... ¿Será que la velocidad misma es contagiosa y nos hace perder el control? ¿O será adictiva y queremos más? ¿O no será otra cosa que la competencia, la inconciente lucha de supervivencia del más fuerte, ya que estando todos en la misma nos apuramos para llegar antes que los demás?..)
Parece que me fui por las ramas, retomo la anécdota. Volaba por los pasillos lo más rápido posible sin llegar a correr hasta que encontré el baño, pero... ¡había cola! ¡¡En el baño de hombres había cola!! ¿Cómo podía ser eso posible? Parece que en una islita de 120 millones de caripelas eso es posible. Me puse a esperar sin poderlo creer, delante de mí habían dos suertudos que iban a llegar a las letrinas antes que yo (porque acá en los baños públicos no hay inodoros sino letrinas, agachado sin tocar nada es mucho más higiénico compartir un baño). Transpirando me comencé a desabrochar el cinturón pensando en la posibilidad de, delante de todos, bajarme los lienzos y encontrar la libertad en un mingitorio. Pero quiso la divina providencia que mágicamente se abrieran tres puertas, entré corriendo a una y fue un baldazo. Mi cuerpo necesitaba limpiarse parece, ¡qué lo tiró! Me quedé ahí agachado con los ojos cerrados disfrutando la victoria y por mi mente cruzó un pensamiento extraño: "Si ahora mismo hubiera un terremoto, no me importaría. Me quedaría acá agachado". Como si premonitoriamente supiera que esa misma noche la tierra se sacudiría debajo de mí... Custión que después de esto quedé como nuevo, limpio.
Tomamos dos trenes. El tercero, un tren de provincia de apenas dos vagones, era surrealista. Por fuera pintado de rojo y con trensitos de caritas felices. Por dentro todo celeste con nubesitas y globitos. "¿Y esto?", dijimos los dos. Parecía de jardín de infantes. Resulta que es mucha la gente que va al Fuji. Es más, durante los dos meses al año que se puede subir, es una muchedumbre la que lo sube, por tramos hay que esperar que pasen algunos para poder seguir. ¡Y más aún! En la cumbre, arriba de todo, en el techo de Japón, ¡hay máquinas expendedoras de bebidas! ¡¡¡Parááááááá!!! (Este es el país con más cantidad de estas máquinas en el mundo, una cada 20 personas). Qué loco che, esto ponja...
Ya en el tren, le tuve que contar a mi compañera acerca del lugar al que la llevaba y su respuesta fue:
-¡Pero qué dices! (con acento en la i) ¡Que la gente de este tren mire bien mi cara, y en especial la tuya, en caso de que desaparezca! ¡Jajaa!
Llegamos a un pueblo casi al pie del majestuoso volcán cubierto de nieve. Dimos unas vueltas haciendo tiempo a que pasara el bondi que nos llevó bordeando lagos espectaculares hasta adentrarnos en el misterioso bosque, donde según Yuki se encuentran huesos humanos. Nos bajamos junto a unas esculturas muy particulares, hechas con ramas y troncos y rociadas con agua que se había congelado, tiramos un par de fotos y entramos. El bosque era increíble, nunca vi uno así. Bien espeso, y por todos lados el piso había cedido y se había hundido. Las piedras eran negras y porosas, volcánicas, y entre tantos pozos se formaban cuevas y cavernas oscuras. Los árboles crecían todos torcidos en un terreno tan desparejo, con las raíces fuera de la tierra abrazando las piedras. El silencio era exquisito, no había ni el loro. Siguiendo las sendas y los carteles no nos perdimos.
-Espero no encontrarme con ningún suicida-, dijo ella.
-Y yo con ningún suicidado-, le respondí.
Terminamos a orillas del lago comiendo chocolate y pasas de uva, Fuji-san ruborizándose con los últimos rayos del atardecer. De ahí directo pa la milonga (tres horas de viaje) y de ahí en bici pal bulo. Por suerte estaba abrigado porque hacían dos grados a las 10 de la noche... Llegué, comí algo calentito y al sobre.
Pero resultó que, en plena madrugada, me desperté de pronto porque alguien me sacudía. ¡Un terremoto! Y no fue como el que me despertó por la mañana al poco tiempo de llegar a Japón hamacándome suavemente, los movimientos también eran horizontales pero cortos y rápidos, agresivos. (Me estuve informando que los terremotos pueden ser de dos maneras: de ondas horizontales o verticales. Para los de movimientos horizontales los edificios están preparados, pero los de movimientos verticales son muchos más destructivos, rajan la tierra literalmente ya que se genera como un oleaje que rompe todo. Hay uno de estos cada 70 años en esta región, adivinen cuándo fue el último... En 1930... Hace casi 10 años que lo están esperando...) Resulta que el epicentro fue muy cerca, a sólo 150 km de Tokyo. Yo estaba en el quinto sueño, fue medio raro. Me desperté enseguida y por un momento pensé en levantarme, pero opté por quedarme en la camita y esperar a que pasara. Me dio fiaca. La verdad que asustarme no me asusté, pero hubo algo que despertó en mí un miedo extraño y visceral. Fue el ruido. A diferencia de las películas, los terremotos no son otra cosa que el piso moviéndose, no hay ruido de truenos ni efectos especiales. Pero en medio de la noche, lo pude sentir. Era en realidad una mezcla de dos ruidos. Uno era el quejido interno del edificio crujiendo, que daba la impresión de que en cualquier momento me caía algo sobre el marote. Pero el otro era mucho más profundo. Un ruido sordo, que venía de abajo, bien de abajo, las entrañas de la tierra tenían vida y desde las profundidades gritaban amenazando con tragarme. Nunca voy a olvidar ese sonido. Segundos después todo había terminado, di media vuelta y seguí durmiendo.
Creo que me extendí con esta anécdota y no queda tiempo para las clásicas secciones de mi saga. Quedarán pendientes pues.
Un fuerte abrazo desde el extremo opuesto,
Hernán
Traducciones del lunfardo:
Me pintó: se me ocurrió
Ya fue: no importa
Me mandé... de fondo blanco: bebí precipitadamente
Lastré: comí
Joya: perfecto
Bondi: colectivo
Mate: cabeza
Caripelas: caras
Lienzos: pantalones
Ni el loro: nadie
Milonga: lugar donde se baila el tango
Bulo: departamento
Sobre: cama
Fiaca: pereza
Marote: cabeza

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