Capítulo XIV




















Apoyado en la baranda de mi balcón, frente a una selva de palmeras y con el solsito de una tarde invernal entibiándome la cara mientras ustedes duermen o hacen otras cosas, a pesar de todo lo que todavía puedo hacer acá no puedo ignorar la proximidad del fin que ya me saluda desde lejos, pero acercándose. Mi estadía en Japón se está acabando, y por lo tanto esta saga también.
He recibido quejas por esto, varios lectores me reclamaron lamentando el fin de mis aventuras. Incluso hubo quien sugirió "que siga con Hernán en Almagro, Hernán en Plaza Once, o lo que sea". Parece que se ha generado un lazo entre nosotros, esto nunca me había pasado. Las veces que escribía lo hacía para alguien en especial o casi siempre para mí mismo. Pero esta vez hay un público, y de mi lado. Ustedes compartieron conmigo este viaje sin que ninguno de nosotros lo planeara, eso me gusta mucho. Pero a la vez se generó en mí una responsabilidad muy curiosa. Voy a dar un ejemplo. (Sigo ahora desde la computadora, el sol bajó y el frío me mandó patróden).
La semana pasada, por ser fin de año tuve tres días libres. Uno de ellos me volvió a pintar subir una montaña, pero esta vez quería llegar hasta arriba. Investigando por internet lo descubrí a Otake-san, uno de los montes más altos de la zona, también con categoría de "señor". La quería hacer bien, así que me levanté a las 5 AM. Me tomé mi tiempo eso sí para una buena panzada de panqueques con Nutella y nueces, y salí. (No esperen ningún percance, no sean malos). Fueron cuatro trenes hasta una estación entre cerros boscosos, un bondi y un cablecarril. El cablecarril es un vagón
tironeado por un cable de acero que va siempre parriba, en contrapeso con otro en la otra punta del cable que va siempre pabajo. Pero a diferencia del que había tomado hace algún tiempo, este era empinadísimo. Para que se den una idea, el vagón estaba tan inclinado que para caminarlo de punta a punta habían que subir 17 escalones altos. El cable empezó a tironear y el vagón comenzó a avanzar perezosamente por el medio del bosque hacia las alturas del monte Mitake. Una vez ahí arriba, conseguí un mapa medio medio para no ir demasiado en bolas en mi búsqueda de la cima del Otake. El que me dio el mapa me dijo "kioskete" (cuidate) porque parece que es fácil resbalarse y ponerse el palo. Emprendí el camino por un sendero entre bosques fabulosos, pero a los 5 minutos alcancé a un grupo de ponjas medio veteranos con todo el equipo de trekking, hasta los bastones tenían de no sé qué marca. En el mapa habían tres caminos para subir, uno bordeando un arroyo, uno que vendría a ser el más directo y me había recomendado el del mapa, y un tercero que antes pasaba por dos picos más y que no estaba identificado en el susodicho plano. Ahí nomás llegamos a la bifurcación y me paré para ver por dónde pasaban ellos. Agarraron por el camino más directo, así que agarré el que iba para el arroyo. Grande fue mi sorpresa al comprobar que empezaba a descender. Subiendo una montaña eso no debía ser bueno, pensé, pero al llegar a un curso de agua entre piedras cubiertas de musgo surcando distintos bosques me di cuenta de que había elegido el mejor camino. Por suerte fui bien abrigado porque a pesar del sol hacía mucho frío, a los costados del camino la humedad de la tierra estaba congelada en forma de extraños cristales.
Pero cometí un error, transpiré. Cuando el camino inevitablemente
comenzó a subir le metí pata, parando cada tanto cuando no daba más, y transpiré. Me acordé de los esquimales, que durante sus travesías por el hielo caminaban despacio y nunca llegaban a cansarse, porque si sudaban la transpiración en cuestión de segundos se les convertía en una camisa de hielo y morían congelados. Bueno, yo no me congelé, pero para cuando mi camino se juntó con el otro y la subida se calmó, mi camiseta estaba toda mojada. Y estaba muuuy fría. Por más que apretara la ropa contra mi cuerpo y que tratara de cerrar bien todas las entradas de aire, mi camiseta empapada era un camisón de hielo. No me quedaba otra que seguir caminando, porque si paraba el frío se sentía más. Por un rato anduve caminando, no digo horizontal pero sí subiendo la bajadita. Pero después la cosa se volvió a poner abrupta y no paraba de subir. Yo había leído que era escarpado, ¡pero no imaginé que la cosa era pa tanto che!
Bueno, cuestión que después de 2 horas y media de subida llegué a la cima. La vista desde arriba era indescriptible, hasta el Fuji se veía a lo lejos. Ahí encontré varios ponjas morfando. Cada uno llegaba, pelaba un calentadorsito y se cocinaba el almuerzo. ¡Qué producción! Yo apenas si llevé una pequeña provisión de nueces, pasas de uva y chocolate amargo, lo necesario para darme energías para un día de caminata. Ahí arriba me senté al sol y me abrí la ropa para que de a poco se me fuera secando el pecho. Fue entonces cuando por primera vez sentí la responsabilidad a la que quería llegar:
"Che, esto está muy lindo, pero no me está sucediendo nada raro. ¿Qué les voy a contar a mis lectores después?", pensé.
Como que sentía que si no sucedía nada especial los iba a defraudar, ¡algo inesperado me tenía que pasar! Qué raro que suena esto...
A mi alrededor los japos se entretenían de una manera inusual. Uno sostenía un poquito de comida en la mano y ahí paradito se quedaba con el brazo extendido, estático. Y los demás a su alrededor con unas cámaras que no se podían creer, con trípode y todo, esperando a que llegue un pajarito chiquitito y gordito a comer entre sus dedos para fotografiarlo. Así todo el tiempo que estuve en las alturas.
Tiempo después emprendí el descenso y al llegar a la bifurcación decidí tomar por el camino que pasaba por otros dos picos (más bajos que el Otake). Grande fue mi sorpresa cuando al rato de estar caminando completamente solo por un sendero entre bosques cerrados me encontré con una bifurcación señalizada con carteles en japonés... ¡¡Y ahora!! Me quedé un rato ahí parado comparando jeoglíficos, y cuando ya estaba a punto de optar por el infalible truco de tirar la moneda apareció una parejita y me sacó del rollo ¡¡jajaaa!!
Sintetizando, la cosa es que era un camino mucho más largo y con subidas y bajadas, la última de las cuales fue interminable, unos 45 minutos de descenso abrupto por escalones formados por las raíces de los árboles que me hicieron llegar a sentir alfileres en las rodillas con cada flexión. Y ahora llegamos al momento al que quería llegar. De pronto, en medio de la espesura, empecé a escuchar rugidos. Parecían producidos por un animal con la boca cerrada, como un perro gordo gruñiendo. Me quedé bien quieto y casi sin respirar tratando de averiguar qué eran, quién los hacía, de dónde venían.
Pero no llegué a sentir miedo, ese instintivo y antiguo sentimiento quedó eclipsado por una emoción provocada al surgir un pensamiento que llenó mi mente. ¡Pensé en ustedes! Mi integridad física podía estar en peligro y yo esperaba con ansiedad el inminente momento del desenlace en que se produjera la nueva anécdota que iba a entretener a mis queridos lectores. ¡¡Qué locura pordió!! ¡¡En lo que me han convertido jajaaa!! Al final el sonido cesó y yo tiré un par de piedras entre los matorrales para ver si la bestia salía y no
pasó más nada, seguí mi forzosa bajada con la duda de si había estado a punto de cruzarme con otro jabalí o me había paranoiqueado con el ruido de una moto haciendo eco entre las montañas. Obviamente mis pobres piernas quedaron tan doloridas que el día siguiente me lo pasé en el baño de inmersión...
Cambiando de tema, por primera vez estoy un año nuevo tan lejos de casa. Pasó sin penas ni gloria. Por una semana Tokyo quedó vacía. Pero eso sí, la noche del 31 hubo joda. Después de la cena nos fuimos todos a una salsera con la idea de bailar toda la noche en un barrio donde se concentran los boliches. Grande fue mi desagrado cuando, dentro del lugar, la cantidad de gente era tal que no se podía ni respirar. No aguanté más de cinco minutos parado entre el apretujes de gente sin poder llegar a la barra ni a los lockers para dejar la campera.
"Me voy muchachos, que empiecen bien el año", dije asomando la cabeza entre las cabezas y me fui.
Por la calle me llamó la atención (y me hizo reír) que, en cada esquina, llegué a contar siete policías con la espada de la guerra de las galaxias y el pito en la boca indicando a los peatones cuándo y cómo cruzar, a pesar de que habían semáforos para ello. Un operativo policial de la hostia. Eso sí, en una cultura tan cercana a la que inventó la pólvora, al dar las doce no escuché ni un chasqui boom. Aunque tampoco hubo un sólo herido en la ciudad...
Cosas que me llaman la atención:
1- Después de tanto tiempo me acabo de dar cuenta de una cosa. ¡La
yuta no usa bufo! Qué raro che... Eso sí, tienen unos palos gordos de metro y medio de largo, imagino entonces que sabrán artes marciales, y al pobre que agarran con uno de esos lo dejan como pollo al spiedo.
2- Los pocos que tienen perro, cuando los sacan a pasear en vez de
llevar una bolsita para juntar los desperdicios llevan como una red
con manija, entonces cuando el rope se agacha le ponen el embudo
en el toor y el tereso queda atrapado in fraganti. ¡¡¡Paráááá!!!
3- ¡¡¡En cinco meses y medio nunca toqué un perro!!!
El Diccionario de Americanismos esta vez brillará por su ausencia. Por favor perdónenme...
¡Un fuerte abrazo!
Hernán
Traducciones del lunfardo:
Patróden: para adentro
Me pintó: se me ocurrió
Panzada: comer mucho
Medio medio: de mala calidad
Ir en bolas: ir sin tener la menor idea adónde
Ponerse el palo: caerse y lastimarse
Ponjas: japoneses
Le metí pata: me apuré
Morfando: comiendo
Pelaba: sacaba
Rollo: problema
Joda: diversión
Chasqui Boom: pirotecnia para niños
Yuta: policía
Bufo: pistola o revólver
Rope: perro
Toor: culo
Tereso: materia fecal alargada

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